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Por: Leonel González de León

El plan de escalar el volcán Chicabal, en San Martín Sacatepéquez (Guatemala) ─también conocido como San Martín Chile verde, a 19 kilómetros de Quetzaltenango─ se va a la chingada por las cervezas y el tequila de la noche anterior.  La camioneta del Chino se queda, igual que él, apenas llegando a la montaña, sin que rinda la doble tracción que tanto ha presumido. Toca tomar un taxi Torito: un pick up de doble tracción con tres tablas cruzadas en la palangana como asientos, cada una con un tubo de metal paralelo para sujetarse en las curvas.  Hacemos trato con Martín, chileverdense de nacimiento hasta en el nombre.  Media hora cuesta arriba, con la espuma de cerveza que todavía juega en el estómago y sube hacia la garganta.  El vómito rebalsa y el Chino le pide a Martín que se detenga.   Vergüenza de no soportar el ascenso en vehículo mientras muchas mujeres suben de prisa con tareas de leña en la cabeza y con el chiriz a tuto. 

La primera mención al pueblo aparece en la Recordación Florida de Fuentes y Guzmán, con 338 habitantes dedicados al cultivo y producción de madera de cedro.  Entonces se le conocía como San Martín Obispo, en homenaje al obispo Martín Caballeros.  Pedro Cortés y Larraz estima que para 1770 había mil habitantes, y hacia el año 1800, Joseph de Hidalgo calcula 1200.

         En octubre de 1902, la erupción del volcán Santa María produjo lluvia de ceniza y arena, destruyendo las plantaciones de chile verde, hasta entonces, el principal producto de exportación.  De ahí el cambio de nombre a San Martín Sacatepéquez, “cerro del zacate”.   La exportación de chile permanece, y se le han agregado la papa y las hortalizas, con destino al circuito de occidente, a la capital y a El Salvador.  También hay aguacate, café y maíz.  El apogeo del brócoli en los años noventa fue una temporada próspera para los exportadores, hasta que una plaga echó a perder la cosecha completa, y nunca ha vuelto a cotizarse igual.

Después de dos curvas y quinientos golpes de nalga sobre las tablas, llegamos a Laguna seca, parada intermedia que sirve de parqueo, venta de bebidas y campo de futbol,  en medio de una cortina de niebla que se funde con el humo de las parrillas con longanizas, frijoles parados y tortillas tostadas.  Imposible ver más allá de un metro.  Arriba del pick up, al Chino le sigue faltando el aire: inclina el tronco para respirar, como si los quiebres del camino fueran sopapos en la barriga; abajo, los muchachos ríen y corren detrás de la pelota aunque no puedan ver a ningún compañero de equipo, y las muchachas, en la orilla del campo, la devuelven cada vez que sale, con un toque fino de sus tacones de aguja. 

El nombre de Laguna seca nace de un mito. Alguna vez, la laguna estuvo a mitad del camino actual, pero los vecinos no respetaron su condición sagrada y la profanaron nadando, lavando ropa y aseándose. Indignada, se retiró y permaneció perdida por algún tiempo, hasta que los sacerdotes clamaron porque volviera.  Al final accedió y se ubicó en la cumbre del volcán, a 2,700 metros de altitud.  Desde ese día se le respeta y se prohíbe cualquier uso distinto al ceremonial. 

Una fecha ideal para visitar Chicabal es el Jueves de la ascensión, en mayo, cuando acuden peregrinaciones de los municipios vecinos, agradeciendo a Dios por la salud y por las cosechas, además de pedir por la temporada de lluvia que comienza.  Otra gente desconfía del lugar, como nido de malos augurios que se alimentan de la brujería y los ritos paganos. 

El camino del borde del cráter hacia la laguna invita a lanzarse de boca, rampa abajo, hasta llegar al agua. Topo con el primer caminante, sofocado al desandar el camino cuesta arriba. Una escalera como la puerta de una cantina: emocionante a la llegada y tortuosa a la salida.

       Abajo, el aire se respira húmedo, salpicado de nubes pequeñas que rodean la laguna.  “¿Caminar tanto con esta goma?  Ni loco”, reacciona El Chino mientras se cierra la chumpa hasta el cuello y me arranca la bufanda para ponérsela él, se sienta y enciende un cigarro. Me acomodo a su lado, golpeado yo también por la goma, buscando dibujar sus bocanadas que se mezclan con las nubes al alcance de la mano.   Termina de fumar y se recuesta usando la mochila como almohada.  Me invita a echar la hueva y casi me convence, hasta que oigo un murmullo que no logro descifrar.  Me incorporo y camino para averiguar de dónde viene. 

       Estamos en Boca costa. Ignoro si la definición existe en algún texto de geografía, pero es expresión de uso corriente:  aquella tierra que no es pico de montaña ni ribera del mar, sino transición, con una humedad muy densa todo el tiempo. Nunca hace frío, tampoco calor. Cruzar estos pueblos implica un rato entre las nubes, sobre todo entre mayo y octubre, temporada de lluvia.

Avanzo por el contorno del agua sin ver más allá del alcance de mi brazo.  Hay flores flotando en la orilla, en un caldo de hojas, pétalos, rajas de madera, mechas de candela y chencas de cigarro.  Alzo la vista hacia una marea de voces que no consigo entender. A cada paso voy definiendo formas humanas. Veinte, quizás treinta, todas mujeres, en posturas muy distintas. Brazos que suben y bajan, cabezas que se agitan.  En medio, una figura masculina aprieta, con el brazo izquierdo, un libro contra el pecho, y el derecho lo estira hacia el cielo con el índice extendido y sacudiéndolo en forma continua, con pausas breves para bajarlo y abrir la palma de la mano en dirección a las mujeres, arrodilladas la mayoría, algunas sentadas con la cabeza inclinada y otras boca abajo, con la cara sumergida en la tierra.

 La prédica del varón, abundante en versículos, se alterna con una letanía de gracias y perdones, una masa de palabras en idioma mam imposible de entender.  Apenas pesco la palabra Dios, una y otra vez. El varón camina entre las mujeres, acariciando a cada cabeza con la palma de su mano. Todas tienen los ojos cerrados, gritan y se estremecen.

La neblina vuelve a cerrarse, se traga las figuras, solo queda el rumor.  No veo nada, solo percibo las respiraciones rítmicas alrededor: todo va in crescendo. El hombre rompe el silencio y grita seco, como un latigazo: «¡Oh, señor!»

Las mujeres se incorporan y corren a la orilla. Al llegar, extienden las manos para arrojar sus rogativas a la laguna. Acto seguido empiezan a aplaudir mientras siguen orando a los gritos. El golpe rítmico recuerda a ellas mismas cuando hacen tortillas junto al comal en casa: palmas para tortear y alimentar el cuerpo de sus hijos; palmas para glorificar a Dios y alimentar la fe.

       En un instante, el sol borra la neblina y limpia el panorama, al tiempo que el varón grita: ¡Gracias, Padre!; estira el brazo por última vez y lo acerca a su pecho, empuñando la mano derecha junto a la izquierda, que nunca se ha separado de la biblia ni del corazón.  Las mujeres salen del trance y se sientan.   Sudan. Transmiten, como mazazos sobre el terreno, su pulso y su respiración acelerados.  Distingo al fin que la multitud se compone de muchas mujeres y solo un par de hombres además del pastor, sentados afuera de la zona de oración. Avanzo entre la gente, notan mi extrañeza y sonríen.   Voy esquivando los grupos hasta que una voz masculina me dice por la espalda: «Bienvenido, joven». Es el pastor que dirigía el culto, un hombre canoso, con anteojos de marco grueso y la barba a medio rasurar.  «¿Quiere?»

       Antes de que yo responda extiende el brazo con una tortilla cubierta por una pasta marrón y con una pechuga de pollo encima. La recibo y me quema los dedos.

       −Son habas volteadas −dice, buscando tranquilizarme−. Siéntese, por favor. 

       Me acomodo en un tronco. A su izquierda está la que debe ser su esposa, y cierran el círculo sus tres hijos varones, cada uno con la suya.  Pertenecen a la iglesia evangélica de San Juan Ostuncalco, que cada primer sábado de mes acude en jornada de oración.  Me cuenta que el maíz de las tortillas, las habas y las gallinas que comen son todos producto de su terreno. 

       −Dios provee. Siempre.

Le otorgo el punto mientras muerdo la tortilla. Todavía estoy masticando cuando me acerca la segunda con los mismos ingredientes, además de un chiltepe verde y rechoncho, como la guinda del pastel. Pregunta de dónde vengo y a qué me dedico, y después de darme un vaso de atol de plátano, flexiona el codo derecho y extiende el índice apuntándome entre las cejas.

       −El día tiene veinticuatro horas: ocho para trabajar, ocho para dormir y ocho para alabar al señor.

Sacudo la cabeza en gesto afirmativo, respirando profundo. Parece satisfecho con mi reacción y continúa.  

−Muchos hombres se olvidan de esto, y cuando reaccionan, ya es tarde.  ¿Sabe por qué, joven?

Levanto los hombros en señal de ignorancia. 

       −El reino de los cielos es como los Estados Unidos, la tierra prometida por Nuestro Padre, y la oración es la visa:  si la perdemos por el pecado, por la lujuria, o si olvidamos el temor de Dios por ponernos a pensar babosadas, la visa se vence.  Entonces, cuando llegue la hora en que el hijo del hombre venga a separar el grano fértil del grano podrido, será como la migra separando a las madres de sus hijos para devolverlos al fuego eterno, a los pies de Satanás. 

       Le doy la razón. Se queda en silencio y le pregunto qué opina de la visita y del cuidado de enfermos.  Se toma un minuto para su próximo golpe, sonríe y agrega:

       −Enfermos, dice −pausa−. ¿Sabe cuántos enfermos de coronavirus hemos tenido en la iglesia?  Nin-gu-no. Así como lo oye.  Cero, y sin mascarillas, nunca las hemos usado. Tampoco nos hemos vacunado. Nosotros no sabemos de eso: tenemos de nuestro lado al médico de médicos, al todopoderoso.  No necesitamos la medicina del hombre soberbio que ha perdido el temor de Dios.  Hemos tenido cultos todos los domingos, hemos viajado a la capital y a otros departamentos, y ni catarro hemos tenido. 

Doy otro trago al atol mientras lo escucho, me deja recuperar y va de nuevo.

−En la capital ha habido muchos enfermos y muchos muertos, yo lo sé.  ¿Sabe por qué, joven? Porque allí la gente ha perdido la fe.  La gente se ha entregado a los ídolos materiales.  El COVID ha sido castigo de Jehová para los impuros.

El sol vuelve a desaparecer. Agradezco el alimento, me pongo de pie, le doy la mano a todos los miembros de la rueda y continúo mi camino. 

La explosión de las iglesias evangélicas, en la década de 1970, fue el tiro de gracia, componiendo, junto a la desnutrición y el analfabetismo, la Santísima Trinidad que guarda a esta tierra en el rincón más querido del corazón del creador, mancuerna ideal para el modelo de nación exitosa comparable con Haití:  Dios conmigo, quién contra mí.  No necesito trabajar ni leer ni escribir para comer: El Padre siempre proveerá.

El evangelismo, además, fue el escudo de combate de los gobiernos militares en los años ochenta, bajo el lema “Dios, patria y libertad” que sirvió para arrasar pueblos completos en la cruzada purificadora del país. En esos años, Chileverde fue un municipio famoso, por su fama de escondite guerrillero, donde los rebeldes se alimentaban de lo que iba apareciendo, entre animales de caza y lo que pellizcaban de las siembras locales.  Esto lo supieron los militares, que invadieron la zona bajo pretexto pacificador, cometiendo abusos de todo tipo, desde el robo de animales, destrucción de siembras, hasta violaciones y asesinatos.  De ahí que la desconfianza generalizada hacia el ladino, o sea cualquiera que viene de otro lugar.

La cortina blanca vuelve a instalarse, rozando nariz y garganta, refrescando los pulmones y limpiando el pecho por dentro. No alcanzan los momentos soleados para sacar la cámara, al menos a mí, que soy lento y desenfocado. Claroscuro tétrico que impide colorear las fotos, incluso en modo automático.    Con el horizonte ocupado por una nube gigante, bajo la vista hacia mi libreta para tomar notas, concluyo la idea, alzo la vista y ya está soleado otra vez; tomo la cámara, abro el lente y se ha vuelto a encapotar.

Camino y me detengo en cada uno de los altares de adoración maya, donde hay restos de copal quemado, cruces, piedras restos de cartas, envases de aguardiente y muchas flores.  Estas se disponen en ramos gruesos, con los colores de los cuatro ángulos del universo según el Popol Vuh.  La mayoría son blancas y amarillas, colores del maíz, materia prima para la musculatura del primer padre y la primera madre. También hay rojas, como el sol naciente en el oriente, origen de la vida y la fertilidad.  El cuarto color elemental en la visión maya es el negro, que no se muestra entre las flores (aunque algunas moradas, o lila, podrían hacerlo), y lo aporta el reflejo del cielo cada noche.

La laguna no es un círculo perfecto.   Del punto de partida hacia la derecha, la curva es más caprichosa, con pliegues de tierra que extienden el recorrido.  La segunda mitad tiene trazos rectos que hacen más corto el regreso.

       Falta poco para cerrar el circuito.  Me siento un momento, envuelto entre las nubes otra vez. Me quito el abrigo y me dejo envolver por la humedad, cierro los ojos en el silencio absoluto, apenas roto por el clap clap del agua que choca contra la orilla, arrastrando ramas y pétalos marchitos. 

¿Qué hace subir o bajar a las nubes?  Empiezo a dar crédito a la mudanza de la laguna por desobediencia de los vecinos, como si su categoría sagrada le permite gobernar al viento y al clima. Parece cansada de jugar, y en mi última media hora se queda en modo sol, permitiéndome tomar algunas fotos.

       En el punto de partida, el Chino ronca con la cabeza encima de una piedra como si fuera almohada.  Lo sacudo para despertarlo. Distinto a cuando llegamos, ahora estamos solos. No hay rezos, gritos ni milagros, solo los tumbos del agua contra la orilla.   

Vamos de nuevo a la escalera, en un ascenso casi vertical. Silencio de montaña roto por el crac de las pisadas sobre las hojas caídas. Falta de aire, corazón golpeando en los oídos. Voces que parecen salir de entre los árboles. La ilusión de que falta poco.  El Chino grita queriendo saber cuándo falta, «¿Martííín?», no hay respuesta.  Otra voz, un susurro que no sé entender. ¿Es el cerro animando a llegar? ¿O es el espíritu de Chicabal invitando a bajar otra vez?

No hay nadie. Dos minutos después aparece Martín en su Torito

El mucho golpe en las nalgas durante el ascenso me hace escoger la cabina para el regreso. Voy conversando con Martín, que se hizo piloto en memoria de su papá, que murió en carretera mientras llevaba un flete de repollo, papa, cebolla y coliflor.  Martín tenía dieciocho años, y cuando fue a buscar el cadáver escuchó por primera vez hablar en español.  Poco antes, papá lo había comprometido con una patoja un año mayor que él.  Se casaron, recibió su pedazo de tierra y esa misma noche durmió con ella en el rancho de ambos, construido por su papá y sus hermanos.  Ella se quitó toda la ropa y se metió a la cama.  «Yo no sabía qué hacer. Si yo no hablaba español, ni sabía leer ni escribir, menos coger», agrega mientras suelta el timón para chocar los dos puños.  Ella le explicó y a los nueve meses nació su primer hijo: en total fueron tres mujeres y seis varones.   El mayor ya sabe manejar, y las dos mujeres que le siguen se hacen cargo del kiosco de bebidas en Laguna seca.   

       Hace un año se jubiló de chofer de ambulancia en el puesto de salud, y con ese dinero compró un pick up Toyota de doble tracción para mover su cosecha y hacer viajes. 

“Vamos directo para llegar temprano ─dice El Chino tras despedirno de Martín─, y comemos algo en el camino”. Una hora en carretera sin encontrar ninguna cafetería.  Vueltas y vueltas, con la barriga reclamando cualquier cosa.  Llegamos a la plaza de Zunil.   La iglesia, con la plaza cubierta de gente en butacas plásticas, amontonadas bajo el sol para calentarse por fuera mientras que la palabra los calienta por dentro. 

       Bajamos la escalera hacia el mercado.  Un pasillo estrecho cuesta abajo, donde se venden trajes típicos, pescado y camarones, juguetes para niño, palas de albañilería, machetes y azadones.  Sorprende encontrar el local medio vacío en día de mercado. Hay espacio para caminar y los puestos mantienen distanciamiento entre sí.   La mitad de las ventas han sido colocadas afuera, en la cancha de basketball.  Volvemos adentro y llegamos a los puestos de comida.  Pido dos tazas de atol blanco y dos tostadas con aguacate.  El chino se va a buscar algo extra.

       El atol blanco siempre es igual.   La fase blanca, del maíz con sal, y la negra, de los frijoles cocidos, requieren combinarse con una cuchara.  Pido chile cobanero para colorear la mezcla, ideal para el frío.

       Converso con la mujer del atol, elegante con mecapal en la frente y sus collares. Su hija de dos años camina a los tumbos y empieza a masticar algunas palabras, pero ya viste igual:  la única diferencia son los caites de mamá, sin medias a pesar del frío, y la niña con zapatos blancos de tacón y medias brillantes que se pierden debajo del corte.   

El Chino trae tres piernas de pollo frito, una mano de mandarinas y media docena de bananos piña:  cortos, gruesos y de piel colorada, con mayor contenido de azúcar a pesar del toque ácido que justifica su nombre.

Terminamos de comer y retomamos el camino a las Fuentes Georginas, en las montañas de Zunil.  El camino está flanqueado por una cuadrícula de parches verdes que alternan con tierra pelada. Tierra quebrada y cubierta de una capa de ceniza volcánica que la hace más fértil, ideal para la acelga, coliflor y colas de cebolla, entre muchas otras verduras.

 Hay un punto donde la ruta se estrecha y casi desaparece dando paso al barranco, con espacio para un solo vehículo.  Si aparece alguien en sentido contrario, toca ver quién tiene más espacio para retroceder hasta un punto donde quepan dos carros.        

       Varios tramos del asfalto están cubiertos por arcos de tubo blanco de distintos calibres, adaptado para regar las siembras sin importar su distancia del nacimiento. Las bardas de llantas compactan el terreno en los puntos más agudos para disminuir el riesgo de deslaves.  Los rayos del sol se combinan con el rocío del riego y generan arcoíris efímeros de agua y fertilizantes. 

Rábano, repollo, remolacha y más cebolla, todos del tamaño de dos puños unidos, cuelgan del acantilado, como en un bodegón de Zurbarán.

Toyota es identidad del altiplano guatemalteco. Debería reconocerse el intercambio con Japón, por la importancia de los motores imbatibles en el movimiento de verduras, animales y personas en los terrenos más inaccesibles. Acá, los pickups no se manejan: se maltratan. Hay alrededor de Quetzaltenango predios de venta de vehículos, con existencia únicamente de pick ups Toyota, la única inversión que vale la pena para miles de paisanos.

       Las Georginas ya no son las de hace años.   Hay mucho sol, mucha gente y ya no son termales; incluso decir tibia sería exagerado.  Demasiada gente, unos encima de otros, y el vapor que solía confundirse con la niebla no existe más.   Nos metemos cinco minutos para decir que nos bañamos y salimos a vestirnos. 

       Se antoja un caldo de gallina o una taza de chocolate para calentar el cuerpo, pero sin suerte para encontrar dónde comer.   Hay un par de cevicherías en una hora de carretera; abundan las cantinas de paredes de piedra y borrachos alfombrando la entrada con un perro custodio cada uno, confirmando que, aunque la existencia de Dios puede discutirse, nadie duda del Cadejo, deidad necesaria por la cantidad de bolos que se quedan tirados sin llegar a acomodarse en el marco de una puerta.

 Terminamos en la plaza de Almolonga. A esta hora ya se ha recogido el mercado, y los perros malnutridos van recogiendo pellejos de carnes y verduras sobrantes.  Parece que en pleno jolgorio del mercado hubiese explotado una bomba atómica, aniquilando cualquier presencia humana entre retazos de cajas, cáscaras de naranja y sandías aplastadas por las llantas de un camión.   Hay un solo comedor.  El frío nos orilla hacia el calor de la cocina, agua hirviendo que debería neutralizar la presencia probable de amebas, giardias, hepatitis y demás bichos transmitidos por alimentos.  Lo bebemos de prisa, y en vez de refresco pedimos una Pepsi:  esta es garantía de agua purificada; la limonada, no.

Pagamos el caldo y bebemos la gaseosa, al tiempo y tomamos carretera de regreso a Quetzaltenango.

Leonel González de León (La Antigua Guatemala, 1982) es médico dedicado a las Enfermedades Infecciosas.  Textos suyos han aparecido en medios de su país, así como en España y América Latina.  Publicó el libro de cuentos Vademecum (Editorial Encuentros, Montevideo, 2021).

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Un comentario

  1. Leonel es un narrador marcadamente minucioso y observador. Sus crónicas se quedan en la memoria, y está claro que cada lugar que visita conserva una ramita de su encantadora naturaleza humana. Gracias por darle un espacio.

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