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Hombre

Una luciérnaga en el luto de la campiña,
un acaso, un prematuro sinsabor, una vileza,
un rescoldo que atesora un presente, una infancia.

Un apellido para salvaguardar a la familia de lo profano,
una niña a quien se le arrebató el renglón corrido
y se le impuso el verso de tajo.

No. No me alcanzaron. Ni la tumba para impedirme amarte.

Si fueses uno, pero es que, hombre, eres tantos.

















Mujer

Trémula ante el viento y los signos de interrogación,
tu certeza tiene frío y fortuna de saberte viva.

¿Todavía sientes, mujer, que eres otra y no tu niña?

No respondas ni te juzgues.

Escapa, escapa, entonces, mientras puedas
y cuéntale al reproche tu arbitrio:

Así me he ido, por la huida, yéndome lejos,
y yéndome lejos, por la huida, no he vuelto a mí.

A veces, el ojalá es correr hacia uno mismo,
sin alcanzarse. El hubiera es, casi siempre,
cumplir lo necesario y no lo prometido.

Confía, mujer, en ser la niña que creció.










Al filo de la madrugada

Los recuerdo con frecuencia.
Pero no como el olvido que tú dices que son,
sino como el fragmento de un párrafo escrito al filo
de la madrugada, haciendo frente a una catedral a punto
del derrumbe e incendiándole la punta de la lengua
a lo que hoy se ha vuelto impronunciable.






















Enterramos la esperanza

Tratábamos de salvarnos uno al otro,
uno del otro y de nosotros mismos.

Tratábamos de salvarnos, y no en vano,
porque antes de morir nosotros

enterramos la esperanza
y valió la pena, tú bien sabes,
mantenernos vivos

para ver, al fin, el fin.
 
















La manecilla

Ya es lo que un día fue,
pero no imagina la manecilla
que, dentro de poco, volverá a su sitio.

Sitio como el adiós, repentino, agudo
en sus promesas y lamentos;
inmediato como él,
como él anunciándome lo eterno.

Ahí llegué a saberlo y todo el tiempo
se alzó en mí.

Bastaba con ser lo que no se entierra,
el polvo, la trascendencia, un epitafio.

El rumbo de un árbol, la dicha en los labios
del bosque, del bosque en agosto,
un menguante sin miedo recluido en su cuarto.

Bastaba con el festín de las sirenas
sorteando el guiño de un hospital
—desahuciado—, al igual que bastó siempre
la sensatez del infante salpicando alegría
a cada uno de sus charcos.

Ahí llegó a saberlo:
—Hasta donde me he matado,
según cuentan, no morí —le dije como
lo diría cualquier persona que es feliz.




La cortesía más amable

Nada, ni siquiera el grillo —oculto y apretado—
en las cuerdas vocales del silencio.

Mire usted: no pronunciarla
es tal vez la cortesía más amable para
evitar que se le quiebre la voz a mi palabra.






















La inmediatez de lo efímero

Descalzo mi rastro y lo guardo
en medio de un libro añejo
para que viva eternamente disecado
como vive entre sus páginas la flor.

Ya está escrito allí el sol,
rótulo de madrugada.

Ya desvela su piel lo oculto
y es silencio trasnochado en el librero
que habita al filo del quizás y la palabra.

Pero la palidez del poema se sonroja.

Donde antes se leía:
No voy a soltar tu mano. Se lee ahora:
Nunca, como de ti, me olvidé de alguien.

Gloria al camino de los verbos que entrelazan
todo el ayer y siempre hoy con un mañana.

O este andar al borde de la silla
que espera en pie otro frío, otra nostalgia:

a tientas, sus ombligos dan la cara.

Gloria a la inmediatez de lo efímero,
pues dura más cuando se guarda.






Soy todos los rostros que imagino y tú

Sostener en el roce
o en las manos un sueño
de los roces del albor y de sus manos.
Distender la venganza
de las manos en una voz,
en un perdón y un sueño.

Ser la otra cara de la manera
de decirse con la mano zurda
las maneras más correctas
para sólo ser y no decirse:
Soy todos los rostros que imagino y tú.

Aprender a perder la puesta de sol
por apostar al rostro que no da la cara.
Y tenderse, férreo y fausto, bajo el sol
que cae en un volado con su rostro hacia la palma.

Honrar el cuerpo colmado de sombra y carne
y pensar que la sombra
es otro cuerpo, sentir que nos amamos
como el cuerpo y que los besos
envejecen como la carne.

Ver que la ausencia es otro juramento
que jura no jurar y que la vida
que elude nuestra historia
es esa vida de aquello
que se nombra juramento.

Ahora mismo, en los ojos, una huella
nos muestra, desde dentro,
un camino; el amor retorna
como ese camino que nos conduce
a nuestra propia huella:

Ya no soy lo que sembré. He caído de la rama.
Las raíces bañan en los cristales del río
su rostro incesante y nuevo.

Sostener en la vida el juramento;
en el final, un húmedo pañuelo.

Brotar como la dicha, humana
y azarosa, porque, a secas,
es la fuente y, a caudales, el final.

Derramar por las grietas los ojos
del cuerpo inagotable que ama
y evapora y es destello
de la propia ceguera iluminada,
que es ajena y es de uno
como el cuerpo inagotable.

Y en un perdón, en una voz
o en las manos de un sueño
ver nacer la paz que aún se gesta
en las memorias de la entraña.




















Mónica Zepeda (San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México, 1987). Licenciada en Literatura y Creación Literaria por Casa Lamm. Meta-NLP Master Practitioner por The International Society of Neuro-Semantics. Es autora de Si miento sobre el abismo (2014) y Las arrugas de mi infancia (Coneculta Chiapas, 2020; Ediciones El Pez Soluble, El Salvador, 2023). Ha participado en festivales de poesía nacionales e internacionales como Jornadas Pellicerianas 2022 y The Americas Poetry Festival of New York 2022. Parte de su obra poética ha sido traducida al polaco, inglés e italiano e incluida en diversas antologías. Poemas suyos también han sido publicados en reconocidos medios impresos y electrónicos de México, España, Honduras, Guatemala, Perú, Bolivia, Colombia, Chile, Estados Unidos, Italia, Puerto Rico y El Salvador.

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