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Instinto de supervivencia

El día en que Jaime Mausán tuvo razón me di cuenta de que me encontraba ante lo inevitable. Me sentí estúpida, pero en ese momento supe que te habías ido por completo. Era el apocalipsis en la calle y aquí en mi pecho. Mal día para ambas cosas. Un relámpago tiñó el cielo de luz, lo recuerdo bien porque las alarmas de los coches se fusionaron en un solo estruendo. Luego una nave colosal apareció en el cielo y en cuestión de minutos las cápsulas comenzaron a caer por todos lados. Ni siquiera pude saborear la sorpresa.

 Una cápsula atravesó el techo de la casa. Hubiese matado a alguien, pero mis padres y mi hermana estaban conmigo en la terraza observando el cielo. En la casa de al lado estallaron los alaridos en un coro macabro junto al llanto de un bebé, pero fueron silenciados tras un rugido. Estos reanudaron cuando las ventanas se mancharon de sangre. Sentí las cosquillas del miedo trepándome por el espinazo. Papá tenía las llaves de la camioneta en la bolsa del pantalón. Dio la orden de irnos, abrió y nos subimos a la velocidad del pánico. Salimos de ahí tan rápido que ni siquiera pude agarrar mis cosas. Solo una playerota que tenía puesta y mi iphone.

Esquivamos objetos y cadáveres sobre la avenida que divide a todo Chetumal, con rumbo hacia Bacalar. Papá dijo que iríamos a la casa de la laguna porque ahí tenía una escopeta y demás utensilios de cacería. Pensé en ti otra vez. Por un momento me faltó el aire, levanté la vista y todo se movía. Fue como después de dar vueltas en un carrusel, pero con más ganas de vomitar. La ciudad entera supo que me cuerneaste con cuanta vieja. Lo peor es que yo te presumía como si fueras único en el mundo. Para mí eras algo especial e invaluable. Te amaba tanto, como a ese viaje a Disneyland para conocer el castillo de Cinderella o cuando mi papá me regaló un caballo para mi fiesta de quince años. Eso representabas para mí, aunque esas experiencias ocurriesen mucho antes de tu aparición. Al final hasta eso me arruinaste. Tu mal amor lo infectó todo.

Más de mil likes en esa foto de instagram en la que me pediste matrimonio. Salías hincado y yo con las manos en la cara para que no se me viera el maquillaje corrido por el llanto. Luego la foto con el anillo en mi mano. Las historias besándonos en medio del camino de pétalos de rosa y velas rojas que mandaste a construir para este momento. Mi cara de idiota presumiendo el anillo hacia la cámara y tú vociferando que era un BVLGARI con diamante de doce quilates. Era un sueño que poco a poco se convirtió en pesadilla.

            Te odié por todo lo que pasó en las semanas siguientes. Tu papá, que era alcalde en ese entonces, cometió el error de subir una foto con su camioneta nueva. Las redes se volvieron locas y en cuestión de horas la prensa se le fue encima. Aún recuerdo tus mensajes de whats, cientos de audios llorando por la impotencia, recuerdo que te dije que no hicieras caso a esa gente que de seguro eran chairos envidiosos.

Al día siguiente la prensa sacó unas fotos de la Hummer negra con placas UVL-79-27 entrando a un motel. A partir de ahí todo cayó por su propio peso. Así confesaste en conferencia de prensa que fuiste tú quien llevó la camioneta al tugurio ese. A tu papá lo apodaron Lordcamioneta y a ti Lordtodasmías. Pero eso no fue lo peor. Los periodistas también enseñaron un vídeo de cuando salías de la camioneta y no era yo la que iba contigo. Acto seguido, sacaron nuestras fotos de cuando me diste el anillo e hicieron la comparativa entre la otra y yo.

Fui la burla en las redes sociales. La hija del Dr. Aguilera, prestigiado cirujano plástico, convertida en el hazmerreír del pueblo. Dejé de dormir, de comer, lloré durante días y noches completas. Un día me encontraron convulsionando sobre la duela de la casa tras haberme tragado un frasco de Xanax de mi madre. Así terminé en el hospital, luego en terapia psicológica.

Todo mundo me decía que te perdone, que los hombres se equivocan, que así aman, que hay que comprenderlos. No valen verga los pinches hombres. Con el paso de los meses comencé a preguntarme cómo es que caí con un imbécil como tú. Fue duro, pero en algún punto me di cuenta que no te quería para crecer como persona. Quería un niño guapo, de buena familia, alguien que aceptaran mis papás y envidiasen mis amigas del Cumbres. Alguien que llenara mis estándares para fotos de instagram. Quería vivir un cuento de hadas y estaba dispuesta a fabricarlo a través de del autoengaño. Porque buena onda no eras, inteligente tampoco. Eres igual de berrinchudo que un bebé en una juguetería, con la diferencia que tienes veintisiete años y vistes playeras del Real Madrid. Ni coger sabes. Pero ambos queríamos un personaje que reafirmara el nuestro.

Comencé a reírme de mi misma con el paso de los meses. Todo mundo decía que estabas saliendo con otra, que te veían en los antros y que hasta hiciste una fiesta que terminó en orgía. Me dolía escucharlo, yo sufriendo por ti y tú como si nada, hasta que un día dejó de importarme. La psicóloga me lo dijo bien. Todo te duele durante un rato, la brisa del aire te hela los huesos, la luz más tenue te deja ciega y cuando crees estar mejor vuelves a pensar en lo tonta que fuiste y todo se cae otra vez como un castillo de naipes. Pasan los meses, si alguien te pregunta vuelves a contarlo todo porque es una especie de detox emocional. Dices que ya te sientes mejor. Mientes porque toda mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Es un proceso largo. Un proceso necesario.

Pasado el año me sentía otra. Iba a correr a diario, me metí a un curso de pintura y leí “Manual para mujeres de la limpieza” de Lucía Berlín porque vi un TikTok sobre la vida de la escritora. Fui de finde a Cancún con mis amigas y me ligué a un gringo bien lindo que ya hasta quería venirse a México. Sobreviví al amor. No lo había pensado hasta hoy que llegó esa nave espacial y las criaturas comenzaron a comerse a toda la gente. Pude haberme muerto empastillada, pero hoy quiero vivir.

Papá comenzó a volantear porque las cápsulas seguían cayendo sobre la carretera, convirtiéndose en obstáculos. Chocar con una de ellas a esa velocidad hubiese resultado mortal. Mi padre estaba concentrado en controlar la camioneta, mi hermana gritando como histérica mientras mamá rezaba un padre nuestro en voz alta como para que la siguiéramos, lo cual no ocurrió. Algunas cápsulas cayeron sobre los coches atiborrados de gente. En medio del fuego volaron llantas, partes humanas y juguetes chamuscados que se estrellaban contra las ventanas de nuestra camioneta. No nos detuvimos, no había nada más que hacer sino seguir presas de la desesperación.

Después vimos a una criatura devorando las entrañas de un policía. Alcancé a verla sorber el intestino de este como si se tratase de tallarines para ramen, mientras aún aullaba de dolor. Mamá también comenzó a gritar. Papá aceleró, pasándole por encima a ambos. Nadie dijo nada. Una de esas cosas extendió sus alas y se posó en el monumento al mestizaje, que se encuentra a la salida de Chetumal. Su rugido reclamó la ciudad como suya. Que se la quede, que se quede todo lo que hay en ella. Qué tontería iniciar el fin del mundo por este lugar.

 Papá no se detuvo hasta llegar a Bacalar. Una maniobra en el camino y nos enfilamos hacia los terrenos que se encuentran en la costera. Llegamos al nuestro. Ahí no había caos al parecer. Nada de cápsulas ni rugidos ni gente destripada. Logramos entrar a la casa, justo frente a la laguna. Papá tomó la escopeta, la cargó y la dejó junto a la puerta. Después comenzó a cerrar todos los protectores anticiclónicos que están por fuera de las ventanas. Hicimos que mi mamá se recostara porque seguía en shock, entonces se me ocurrió hacerle un té. Fui hasta la cocina, ahí encontré una radio y la encendí para escuchar las noticias, pero solo se escuchó la voz de Jaime Mausán vociferando que este era el fin del mundo. Mi padre gritó en el patio. Dejé caer la taza al piso y salí corriendo hacia allá. Una de esas cosas le había arrancado la cabeza y se daba un festín con su cerebro.

Mi hermana pasó junto a mi blandiendo un cuchillo en la mano, como poseída. Mi madre corrió detrás de ella. El cuchillazo fue neutralizado por un golpe del ala de aquel ser. Todo fue tan rápido que ni siquiera vi el momento exacto en que esa cosa le arrancó el brazo a mi hermana y atravesó la garganta de mi madre con su cola puntiaguda.

La criatura vino tras de mí. Entré a la casa corriendo y vi la escopeta asentada junto a la entrada. No dudé en tomarla. Siendo la mayor, mi papá me enseñó a tirar e hice lo que recordaba para quitar el seguro y apuntar. Para cuando levanté la mira esa cosa ya estaba dentro de la casa, a escasos metros de mí. Era un ser de piel grisácea, con cabeza de mantis religiosa y alas como de pterodáctilo. Su cuerpo era translúcido como el de un ajolote, con sus órganos palpitándole dentro del cuerpo, y de sus fauces chorreaba un líquido lechoso que hacía efervescencia al tocar el suelo.

Me temblaron las rodillas, sentí muchas ganas de orinar. Luego recordé esos días horribles sin poder dormir y el miedo que le tenía al futuro, a la vida después de haber amado tanto. Un rugido estalló a unos pasos. Empuñé el arma. No pude contener las lágrimas ni los mocos, entonces susurré tu nombre. La criatura se abalanzó sobre mí, apunté a su cabeza y jalé el gatillo.

Saulo Aguilar Bernés / Chetumal, Quintana Roo, 1993.

Autor del libro «Cosas del juego» (Capítulo Siete/UniModelo, 2019). Sus relatos aparecen en revistas como Círculo de Poesía, Blanco Móvil, Letralia y Vértice. Un par de estos fueron traducidos al polaco y al italiano. Becario del programa Interfaz en narrativa (2017) y del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2020) en cuento. Finalista de la convocatoria internacional para publicaciones Región-La caída en cuento (Ecuador, 2022). Mención de honor en el concurso internacional de cuento Camino de Palabras (Argentina, 2022).

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